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El duro relato de las madres del Estado Islámico

En Calgary, Canadá, entre los entrenamientos de fútbol, las horas de trabajo en contabilidad y los ratos de lo que surja con los vecinos, Christianne Boudreau solía usar cada minuto libre que tenía para ver vídeos del Estado Islámico, con la nariz pegada a la pantalla del ordenador.

En el sótano de su casa de clase media, en su barrio de clase media, dentro de la sencilla habitación que una vez perteneció al mayor de sus hijos, Damian, se sentaba Boudreau a ver vídeos de hombres en actitud adolescente posando con imponentes armas. Ha visto tiroteos. Ha visto ejecuciones. Pero Boudreau apenas reparaba en el derramamiento de sangre. Se concentraba en las caras ocultas por los pasamontañas, intentando identificar los ojos de su hijo.

En Copenhague, Karolina Dam vivía consumida por el miedo. Su hijo Lukas ya llevaba siete meses en Siria. Tres días antes, Dam recibió noticias de que había resultado herido a las afueras de Alepo, aunque ella estaba convencida de que había muerto. Aquella tarde, sentada sola, aspirando nerviosa su inhalador, no pudo evitar mandar un mensaje al etéreo mundo de Viber. “Lukas”, escribió, “Mi amado hijo, te quiero muchísimo. Te echo de menos y quiero abrazarte y olerte, sujetar tus manos entre las mías y mirarte sonriendo”.

No hubo respuesta. Un mes más tarde, alguien contestó. Pero no era Lukas.

“Y qué pasa con mis manos jeje”.

Dam no tenía ni idea de quién podría haber accedido al teléfono de su hijo ni a su cuenta de Viber, pero estaba desesperada por obtener alguna información. Intentando mantener la calma, respondió: “Tus manos también, querido, pero sobre todo las de Lukas”.

El desconocido preguntó, “¿Estás preparada para una noticia?”.

“Sí, corazón”, escribió Dam. Pasaron unos segundos y luego, la respuesta:

“Tu hijo está hecho pedazos”.

En Noruega, Torill, cuyo apellido no aparece a petición suya, supo de la muerte de su hijo, Thom Alexander, gracias al mismo que lo convenció para que se fuera a luchar a Siria. La madre necesitaba pruebas de su marcha, así que sus hijas Sabeen y Sara (no son los nombres reales) se reunieron con el reclutador en la estación de trenes de Oslo. El hombre pasó por encima de algunas fotos en su iPad, como el que no quiere la cosa, hasta que llegó a la que estaba buscando: una foto de Thom Alexander con un tiro en la cabeza y un ojo colgando de su órbita.

Cuando recibió la noticia, Torill se limitó a tumbarse. Apenas se movió en una semana. Cuando por fin reunió las fuerzas para ducharse, se quitó la ropa y observó su reflejo en el espejo del baño. Se vio exactamente tal y como se sentía: “Rota, como una vasija”.

En Bruselas, Saliha Ben Ali, una mujer moderna nacida en Europa, de sangre marroquí y tunecina, se encontraba en una conferencia sobre ayuda humanitaria cuando comenzó a sentir un dolor agudo en el estómago. Hacía años que no sentía un dolor como ese. “Fue como cuando estás embarazada y el bebé está a punto de salir”, afirma. Volvió pronto a casa y lloró durante toda la noche.

Tres días más tarde, su marido recibió una llamada de un teléfono sirio. Un hombre les dijo que su hijo de 19 años, Sabri, que adoraba el reggae y las charlas con su madre sobre los acontecimientos mundiales, había muerto el mismo día que la madre cayó enferma. Ben Alí se dio cuenta de que aquellos dolores en su estómago eran los del parto invertido de Sabri: su cuerpo le avisaba de que su hijo estaba a punto de morir.

Estas mujeres son sólo cuatro ejemplos de las miles que han perdido a sus hijos por el Estado Islámico.

Desde el comienzo de la guerra civil siria, hace cuatro años, alrededor de 20.000 ciudadanos extranjeros se han abierto camino hasta Siria e Irak para luchar del lado de varias facciones islamistas radicales. Cerca de 3.000 vienen de países occidentales.

Si bien algunos se marchan con la bendición de sus familias, la mayoría parte en secreto, arrebatando con su partida todo sentido de normalidad. Después de su marcha, a los padres sólo les queda un tipo de angustia tan irreal como específica.

Un sentimiento de pena por la pérdida de un hijo, de culpa por lo que él o ella haya podido hacer, de vergüenza ante la hostilidad que reciben de amigos y vecinos, y de perplejidad y recelo, tras darse cuenta de todo lo que desconocían de esa persona a quien habían traído al mundo.

Durante el transcurso del pasado año, docenas de estas madres de todo el mundo se han reunido para tejer una extraña alianza basada en sus pérdidas. A lo que aspiran, más que cualquier otra cosa, es a encontrar un sentido en la sinrazón de lo ocurrido con sus hijos; y tal vez extraer alguna enseñanza de la tragedia de sus muertes.
Fuente: Mi Diario